Hay que aprovechar los momentos mágicos que te ofrece la vida. Aunque lo difícil es saber identificarlos.
Este verano fuimos un par de días a ver las estrellas.
Desde pequeña es un tema que me ha fascinado y dado mucho vértigo. La vastedad del universo. Nuestra minúscula vida a lomos de un planeta flotante a las afueras de la vía láctea.
Recuerdo que cuando era pequeña, las estrellas brillaban con más fuerza. Un día, mi padre apuntó con un dedo al cielo y nos dijo a mis hermanos y a mí que miráramos la vía láctea. Creo que fue la primera vez que sentí el vértigo al mirar al cielo. Sentí como si los pies fueran a despegarse del suelo y fuera a caer hacia el cielo, como si se tratara del océano.
Y claro, en medio de esa sensación tan extraña creí que mi padre nos estaba vacilando. Mi padre solía contarnos cuentos como si fuesen cosas reales para entretenernos, sobre todo cuando nos estábamos mareando en el coche. Y yo pensé que cómo iba a haber una vía hecha de leche en el cielo.
Volviendo a este verano, una de las chicas era experta en astronomía y nos contó un montón de historias relacionadas con las estrellas, sus nombres y la mitología que había detrás de todo ello.
Durante unos minutos estuvimos tumbados con la espalda contra la tierra, sintiendo el frío de las noches de agosto en la sierra de Madrid, proyectándonos hace miles de años y millones de kilómetros. Pensando en fábulas de dioses egoístas y egocéntricos.
Saboreé cada segundo de esa noche.
Los momentos mágicos se pueden rescatar. Hay muchas veces que no nos damos cuenta de que hemos vivido la magia hasta que no se lo contamos a nuestros hijos, o recordamos batallas con los amigos de la universidad.
Pero si estamos atentos, podemos identificarlos en el preciso instante en que están ocurriendo.